Pasajeros
(Cuento transmedia. Recurso didáctico para la Trayectoria de Aprendizaje Especializante: Promoción de la Lectura)
José Francisco Cobián Figueroa
Ignoro cómo he llegado y qué hago
caminando solo por este barrio sórdido de Tlaquepaque. Miro hacia delante una
calle empedrada, húmeda, llena en absoluto de noche. No hay ningún recuerdo en mi mente. Estoy desconcertado por completo. Atrás, lo mismo: una calle
empedrada y negra que no permite ver mucho más allá de mí. Es como si de pronto
hubiera emprendido por la senda del tiempo en sentido contrario, y me hallara
en el Tlaquepaque de veinte o treinta años atrás. No ha llovido, pero hay
charcos en la calle y huele a mojado. Tal vez una tormenta de hace mucho, no de
ahora. Este rumbo padece inundaciones históricas. Muchas de estas casas de adobe y tejados de barro no me son conocidas. Debieron ser arrasadas hace mucho
y, ¿por qué no?, sólo existen en un espejismo, en esta broma del tiempo que me
tiene cautivo.
No hay un solo vehículo. Únicamente
yo, y mis pasos lentos llenándome de un miedo profundo. No escucho grillos, ni
pájaros, ni ratas, ni bichos, ni ladrones nocturnos; sólo mi respiración ya
casi convertida en jadeo, y el corazón que rebota y me estremece todo el
cuerpo. Empiezo a alucinar: oigo un bisbiseo dentro del cráneo con una voz (mi
propia voz) que me habla como en secreto, pero tan fuerte que parece como si el
llamado se estrellara en las baldosas y rodara (piedra sólida) sin detenerse.
Estoy rígido. Las manos en las bolsas
del pantalón, la cabeza sin voltear, mirando sólo al frente; la espalda con una
enorme sensación de que me vienen siguiendo, como si alguien estuviera a punto
de ponerme una mano en el hombro, fría y descarnada. Camino lento. No deseo ser
víctima de mi propio ruido, sino percibir todos los ruidos ajenos.
Detengo mis pasos antes de un terreno baldío. Sudo abundante y helado; mi ropa se moja profusamente y el sudor hace
arroyos en todas las vertientes temblorosas de mi piel.
Decido pasar frente al baldío sin
voltear, sin ver, rápido hasta el otro lado, sin detenerme, pero mi impulso es
grande y las fuerzas escasas, pues siento que vuelo, mas mis trancos son breves
y justo a la mitad del trayecto escucho voces risueñas, perfectamente
definidas, divertidas. Son una mujer y un niño, según puede el oído distinguir.
Yo no quiero atisbar ni puedo dejar de hacerlo; y sí, unos metros adentro,
sentada la mujer en el quicio de una puerta ya desaparecida, sostiene entre sus
brazos a un pequeño. Ella rodea su cintura. Él enlaza su cuello, parándose en
las puntas de los zapatos ortopédicos. Se besan apasionadamente, boca a boca.
El beso es larguísimo, cargado de lujuria.
Así, de perfil, parecen un infante de
tres años y una mujer de cincuenta. ¿O se trata de un enano? No. Mis ojos ya se
acostumbraron a la penumbra y me doy cuenta de que es un niño, no hay duda
posible. Y una mujer que podría ser la madre o la abuela.
Me han despertado náusea. El estómago
se me revuelve violentamente y yo lucho por contener su espasmo.
Aparentan no saber de mi presencia,
se mantienen ocupados en su arrumaco. Me doy tiempo de verlos. Mi marcha se ha
vuelto tan lenta que no sé si me he detenido. Soy ajeno de mi cuerpo, un
extranjero en mí. El niño tiene la cabeza rasurada, alargada hacia atrás y con algo en la superficie muy similar a escamas. Cuando me miran, éste tiene un
rostro horrendo, exoftálmico, de labios gruesos y separados como los de un
pez-sapo, y la frente y las mejillas tapizadas de vesículas supurantes cuyo
líquido se le escurre por el pecho. Los dientes son afiladas agujas, emergentes
por mucho de la boca.
La mujer es como cualquier otra, pero
ambos son dueños de una mirada escalofriante.
Impresionadísimo, intento retirarme
de inmediato. Logro salvar el baldío, pero es como si llevara plomo en los tobillos.
La respiración me resulta insuficiente y siento como si el corazón se me detuviera. Vuelve el sudor, y el temor y el desconcierto. Estoy ofuscado. Nadie
asoma a las ventanas ni a las puertas. Todo está cerrado y solo. Miro de nuevo
atrás. El niño me ha alcanzado. Es un niño normal, pero estoy seguro que se
trata del mismo de antes: con la misma ropa, el mismo calzado, la misma cabeza
rasurada, la misma sonrisa y mirada indescriptibles. Soy todo agitación. Ya no
puedo conmigo. Me recargo en una pared y me deslizo con la espalda pegada en
los adobes, calle adelante, mientras él me sigue de cerca sin agobio y sin
prisa. Hago un esfuerzo más. Corro con una voluntad que no me pertenece. Mi
carrera es frenética, angustiada hasta el paroxismo. Volteo de vez en cuando.
Media una distancia cada vez más grande. A muchas cuadras doblo en una esquina.
Es la misma ciudad: antigua, sola, tenebrosa y oscura. Recorro una y mil
calles. Me siento perdido. No encuentro ningún punto de referencia, nada que me
resulte conocido, algo de dónde partir para salir del laberinto. Estoy perdido.
He dado muchas vueltas, multiplicado el círculo, y no sé cómo escapar.
Él viene tras de mí; a veces lejos, a
veces cerca, con sus pasos titubeantes de niño de tres años; ciertos, sin embargo,
de que me darán alcance.
Y la calle me devuelve el eco de los
pasos, de los bufidos fatigosos de mi nariz y boca, del corazón exhausto y a
punto del colapso. Me detengo en una esquina. Creo que por fin me he librado de
mi perseguidor. No lo advierto a ninguna distancia. Intento relajarme. No lo
puedo lograr. Hay frente a mí, ahora, un perro viejo y flaquísimo cuyos
quemantes ojos aumentan los síntomas que me aquejan.
Hago lo indecible por no molestar al
animal, y me escurro con un movimiento casi imperceptible que me lleva mucho
tiempo. El perro contrae los belfos sin gruñir, mientras una columna de baba espesa se despega de su hocico y cae al suelo.
Bajo por una calle polvosa y a lo
lejos descubro una esquina iluminada que es en la noche como la luz al final de
un túnel. Me siento mejor. El corazón se me entibia de esperanza. Mis pasos se
vuelven poco a poco más ligeros y el temblor de las manos empieza a contenerse.
Desconozco cómo haya sido, pero tengo la sensación de que me vuelve un color a
la piel hace un momento pálida, como cadáver. Conforme me acerco, la luz es más
grande. Descubro personas que caminan y se reúnen en grupos pequeños, pero no
hablan.
Es una estación de autobuses urbanos.
Hay varios en fila. Pregunto a un hombre por un camión que me lleve a casa. Sin
mencionar palabra me señala uno en lamentable estado, con extensas lacras de óxido en los costados, faltantes considerables de pintura y varios cristales rotos. Es el único con el motor encendido. Subo, saludo al chofer. No me contesta.
Sigo. Todo lleno, excepto por un asiento que se encuentra en el primer tercio
del pasillo. El de al lado lo ocupa una mujer vestida de luto, con la cabeza
cubierta por una pañoleta. Lleva en brazos un niño exánime, en actitud de
muerto. Ella mira por la ventana, hacia la noche inmensa. Me siento junto a
ellos y el autobús arranca. Desde donde estoy se pierde en poco tiempo la luz
de la estación. No veo casas a los lados. El vehículo no tiene luz propia ni
existe otra alrededor. Aquí están otra vez mi antiguo sudor, mi antiguo
temblor, mi respiración cortada y estertórea. Me va creciendo el miedo por
enésima vez. No se ve nada. No me puedo mover, estoy anquilosado en el asiento.
La mujer gira lentamente el semblante. En el hueco que hace la pañoleta, ayudado
por la breve distancia que media entre nosotros, advierto la mirada cortante,
la sonrisa perversa, ese rostro horroroso de la mujer de antes. Es imposible
articular palabras. Mi lengua es un torzal en la garganta y no puedo gemir, ni
gritar... El camión navega sin conductor. Nadie se ve adelante, ni atrás, ni a
los lados; sólo nosotros tres (pasajeros inhóspitos), viajando sin retorno
hacia la oscuridad...